Este 15 de octubre se cumplió un aniversario de la muerte
de mi abu, como la llamaba cariñosamente. Quizás porque aún es muy reciente su partida, duele saber que ya no
está entre nosotros. Con el tiempo he aprendido que la muerte nos enseña a ver a las personas desde otra dimensión, a través de los recuerdos. Por
suerte, ella me dejó miles para tratar de vivir su ausencia física.
Mi abuela se llamaba Celia y vivió casi hasta los noventa y un años.
Una edad privilegiada que no creo que mi generación conozca. Hija de
un emigrante español y una cubana criolla y hermosísima, a la que tuvieron que
casar a los 13 años por miedo a que se la llevaran para la manigua, mi abu era la
mayor de las hijas del segundo matrimonio de mi bisabuela María, que dicen
vivió hasta los 105 años. Se enamoró muy joven de mi abuelo y como antes nadie
creía en casamientos y papeles baratos, se fue con mi abuelo, Juan, una madrugada en
que todos dormían en la casa. "No vayas a creer hija, que antes nos ajuntábamos, pero el compromiso era para toda la vida", me decía
ella muy seria cuando entablábamos una discusión de moral y religión.
Más allá de los simples y normales debates, lo cierto es que
la respetábamos mucho. Nadie solía discutir o poner en duda una afirmación
suya. Para los treinta y pico de nietos, mi abu era la persona más especial de
este mundo. La pobre, solo conoció el trabajo duro del campo, pero poseía una
inteligencia excepcional. Siempre pensé que de haber vivido en otra época
hubiera podido ir a la Universidad. A veces me pregunto si no existirán un grupito de personas que nacemos en épocas trocadas. De cualquier forma, me hubiera encantado intercambiar de época con ella, seguro que le sacaba mejor provecho que yo.
Mi abu eso sí, no era de esas abuelas que te sientan en el regazo y te cuentan miles de historias, no era tampoco la imagen de la fiel abuelita que está pegada a sus nietos malcriándolos. Ella siempre estaba enredada entre sus matas, tostando café criollo, recogiendo cilantro, preparando un cocimiento al vecino. Muchas veces, yo le decía que se me parecía mucho a Francisca, la protagonista del cuento de Onelio Jorge Cardoso. "Abuela nunca te vas a morir porque tú cansas hasta a la muerte", pensaba.
Mi abu eso sí, no era de esas abuelas que te sientan en el regazo y te cuentan miles de historias, no era tampoco la imagen de la fiel abuelita que está pegada a sus nietos malcriándolos. Ella siempre estaba enredada entre sus matas, tostando café criollo, recogiendo cilantro, preparando un cocimiento al vecino. Muchas veces, yo le decía que se me parecía mucho a Francisca, la protagonista del cuento de Onelio Jorge Cardoso. "Abuela nunca te vas a morir porque tú cansas hasta a la muerte", pensaba.
Mi abu no sabía filosofía, geografía, ni historia universal,
pero tenía sensibilidad y la sabiduría del campo. Para cada problema encontraba
una respuesta, para cada enfermedad un remedio casero y lo mismo cocinaba,
cosía, bordaba, guataqueaba un campo. Incluso, muchos le reconocían sus grandes
artes para la siembra. Sabía, por la experiencia de la vida, como debían ser
los ciclos naturales para sembrar y nunca perdió una cosecha. Madre de nueve
hijos, trabajaba en el campo hasta la hora de parir y después de tres días de
descanso volvía al campo porque había que alimentar a los demás niños. Amó
muchísimo a Fidel y murió con la convicción de que lo mejor que le había pasado
a este país era la Revolución. "Ustedes no conocen lo que es pasar hambre,
trabajo, que te exploten como un esclavo; ustedes hijas mías cuiden lo que tienen",
repetía siempre.
Mi abuela contaba cuentos ingeniosos, sobre todo en las
madrugadas de apagones largos durante el período especial. Casi todos eran relatos
de espíritus, muertos y aparecidos. Como aquel del amigo Sebastián que en medio
de su propio velorio se sentó en la cama y pidió café con leche para
él. Dice mi abu, que incluso después de eso el pobre Sebastián duró muchos años
y cuando en realidad se murió nadie quería ir al entierro. Todavía guardaba las
revistas de cuando el ciclón del 32 asoló a Santa Cruz del Sur en Camagüey. Aún
hoy puedo cerrar los ojos y escuchar la copla que los campesinos le sacaron y
que mi abuela repetía con total exactitud.
Ella también contaba entre risas como aprendió a leer sola.
Resulta que los padres pagan las clases a un maestro del pueblo para que su hermano
menor aprendieran las letras y los números, por eso del machismo. Pero contaba
mi abu, que ni a palo le entraba al tío Vito las letras. Ella
mientras fregaba, planchaba o barría la casa de tierra, se ponía a escuchar al
maestro y luego repetía el abecedario en un viejo almanaque que existía en
casa. Así, de manera autodidacta aprendió a leer, escribir, a sacar cuentas y
anotar las cosas más importantes en su memoria.
Cuando pequeña no me daba cuenta de la maravilla de tener
una abuela como la mía. Solo cuando fui creciendo y aprendiendo las cosas
esenciales de la vida comprendí que mi abuela era un libro de sabiduría. Cuando
intenté que me enseñara todo lo que sabía, al menos esos remedios caseros que
bien ayudan para aliviar un catarro, una fiebre que no quiere ceder, un dolor
de cabeza... ya era demasiado tarde. Estaba muy viejita y le fallaba la mente.
Sin embargo, a pesar de su edad nos dejó un mensaje: "en esta vida no se
puede dejar de luchar por muy difícil que esté todo a tu alrededor". Ella vivió
y murió como una luchadora, o al menos así la recuerdo yo.
Abu donde quieras que estés recibe un besito de tu nieta. Te amo.
Abu donde quieras que estés recibe un besito de tu nieta. Te amo.